Julio Fink, el Islero:
Un mensaje de texto: “¿tenés ganas de charlar del río?”. El Islero me responde que por supuoesto, que me espera en su casa. Boulevard Racedo al 200, una puerta de rejas. Enfrente el viejo Ferrocarril devenido dependencia del Registro Civil, Bomberos Voluntarios, un centro cultural municipal, una escuela secundaria, un montón de fierros y máquinas abandonadas. Le mando un nuevo mensaje de texto, tal me lo pidió: “ya estoy aquí”. Y entonces lo veo venir, con su caminar casi forzado, marcando uno a uno los pasos, cual si fuera marioneta. Una llave le cuelga del cuello. “¿Vos querías hablar de río?”, me recibe, “primero te voy a mostrar un poco de urbanidad”. Abre el candado de la puerta de rejas y me hace pasar. Entonces me conduce por un submundo que parece haberse quedado detenido en el tiempo, hace por lo menos medio siglo. Treinta y nueve habitaciones de tamaños diversos, permiten a treinta y nueve familias, llevar una vida muy indigna, bastante indigna y en el mejor de los casos, poco digna. Diez baños, ducha e inodoro, y diez piletas de lavar, distribuidas en dos quintetos, uno por patio, completan este conventillo desordenado, que sin mucho esfuerzo de imaginación, recuerda a la vecindad del Chavo del 8.
“¿Viste lo que es esto? Acá está la gente”, me dice el Islero. Según cuenta, una depuración policial hace unos meses, limpió el lugar de una mafia que vendía armas y drogas. La marginalidad se quedó igual, enclavada en el hacinamiento más anacrónico de este nuevo siglo.
La puerta 21 es la de Julio Fink, tal el nombre del Islero. Pequeña habitación donde entran algo ajustadas al espacio, una cama, una caja que oficia de mesa de luz y respectivo velador, y tres cajas de manzanas con todas sus pertenencias. La guitarra cuelga sola de la pared.
Julio habitó durante veinte años, las islas que se hallan frente a la ciudad de Paraná. Allí vivió de la pesca, del cuidado de campos y del cruce de ganado. Volvió a la ciudad hace un par de años y desde entonces, se gana la vida cantando canciones de río y entrerrianía en la peatonal. Una gorra invita a los que pasan, a valorar su trabajo, con monedas y billetes, en el mejor de los casos. “Además, cuando hay turistas que quieren conocer el río, me llaman de la Municipalidad para que les cuente y les cante historias con guitarra”. Dice que por esto no recibe sueldo alguno, pero que le permiten pasar la gorra. “Me conviene más”, aclara.
- ¿Por qué te fuiste a vivir a las islas?
- Por necesidad laboral y por curiosidad: quería conocer el río Paraná como ecosistema, motivado por el cancionero que escuchaba. Aquel entonces, lo conocí con una gran variedad y cantidad de bichos, aves y peces y en dos décadas, lo vi experimentar un cambio radical. La laguna Anacleto, que comprende unas 2000 hectáreas de bañados que terminan en el río, tenía sus aguas navegables. Era un verdadero vergel de nutrias, patos y aves acuáticas. Con el correr de los años, después de grandes inundaciones muchas de estas especies desaparecieron por completo.
- ¿A qué atribuís esto?
- Yo no acepto la tesis de la responsabilidad de la inundación en este cambio, porque siempre hubo inundaciones y las crecidas del río, nunca fueron negativas. Todo lo contrario: las crecidas dejan sedimentos que conforman islas, en ellas se constituyen verdaderos ecosistemas.
Julio se retira un poco y desde detrás de un sifón de soda vacío, desempolva una botella de vidrio con una bebida transparente. “¿Algo calentito?”, me ofrece. Respondo que no y agradezco. Afuera atardece, se enfría el otoño y una fría garúa vuelve grisáceo el cielo de mayo. Entonces, como si un recuerdo se apoderara de él, Julio vuelve sobresaltado y me toma del brazo: “¡hasta la comadreja mora desapareció!, que es uno de los bichos más resistentes… y sabrosos de esta zona”. Entonces retoma pausadamente su relato:
- …Nunca supe con total certeza, por qué se dio todo este cambio, pero atribuyo parte de la responsabilidad al represamiento en el Alto Paraná.
- ¿Por qué?
- El fondo del río tiene un movimiento inestable por naturaleza. En estos veinte años, pude ver cómo el río vino comiendo más islas de las que vino formando. Yo adjudico eso al poco sedimento que baja, por la presencia de las represas.
- Y la merma en variedad y cantidad de peces, ¿se debe a esto puntualmente?
- Y a la necesidad y ambición de los mercados, por tener harina de pescado para utilizarla como alimento balanceado en la cría de animales. Los frigoríficos que se ocupan de su fabricación, desoyendo las leyes, utilizan mallas de arrastre con eslabones de ocho centímetros de diámetro para pesca de río. Estas mallas están autorizadas sólo para lagunas y arroyos, para la pesca de tarariras (también llamadas taruchas, dientudos o taragos).
- ¿Qué medida deben tener estas mallas para río según las leyes?
- Eslabones de 16 centímetros de diámetro, que permitan garantizar que las especies que aún no pusieron huevos, no queden atrapadas y de esa manera, no se corte la cadena reproductiva. Una de las especies más perjudicadas con esta práctica indiscriminada, es el sábalo. Y este dato es de suma importancia, ya que es precisamente el sábalo, una de las especies iniciadoras de la cadena, tanto cuando es larva como cuando es pez.
Hace una pausa, va al baño y al volver, otro sorbo a su bebida blanca, para arremeter nuevamente con un ademán muy suyo, como desplegando ansiedad en cuotas mínimas, dispensadas con sigilo, casi secreteando: “éste, sin embargo, no es el problema más grande”.
- ¿Entonces?
- Aquí la soja merece capítulo aparte… “La soja no se cultiva en cañadas ni se pesca en el río, ¿qué tiene que ver con los pescados?”, podría preguntar alguien. La soja es una de las leguminosas más calificadas para alimento humano. Pero para tener buena rentabilidad con la soja, hay que combatir a los bichos enemigos naturales de la soja. Y para esto, se utilizan plaguicidas químicos de alto grado de nocividad. Cuando llueve, el agua arrastra estos plaguicidas hasta los arroyos y cañadas, y de ahí al río. Estos plaguicidas no matan solamente plagas, sino también larvas.
Julio es una enciclopedia y casi un pedazo de barranca entrerriana. Condensa en sí, saberes de orígenes harto múltiples. Respeta por igual a un científico premio Nobel y a un baqueano analfabeto. Incluso, de alguna manera, es vocero de estos últimos. Lúcido en sus análisis, desprendiéndose específicamente del tema del río, y casi como anunciando el cierre de la entrevista, señala un tanto apocalíptico:
- Lo que he visto en veinte años, he investigado que se tendría que dar en unos 3000 años. Veo muy poca probabilidad de que el ser humano se salve como especie, ante las modificaciones que viene haciendo.
- ¿Cómo se puede salvar el hombre de todo esto?
- Con algo tan radical como detener todos los automóviles del planeta.
Ante semejante respuesta, un silencio se apodera del aire. Julio hace una sonrisa, frunce el seño y se acomoda el nudo que ata su larga cabellera entre rubia y canosa. Entonces vuelve a mí, como habiendo hallado las palabras justas para despedirme y dejarme el título de mi nota:
- Somos los dinosaurios del futuro… Con una diferencia, a los dinosaurios los extinguió un meteorito; el ser humano se extingue a sí mismo.
Dejo atrás los mil y un pasillos de este conventillo de nuevo siglo, Julio pone candado a la puerta con rejas y se va para dentro. A las pocas cuadras, me meto al ensayo de una banda de rock que, con todo el peso de su contemporaneidad, también me habla de la cualidad autodestructiva del ser humano. Pero eso ya excede la entrevista a Julio Fink, el Islero.
Pablo Rodríguez,
publicado en El Caracol, boletín periódico de la Biblioteca Popular Caminantes de Paraná